24 de marzo de 2016

El hombre invisible

A veces suelo llegar a casa demasiado exhausto, de vez en cuando con muchas ganas de vivir incansable, de cuando en cuando con ganas de morir y otras veces solo tengo hambre, en medio de todo he acostumbrado a convivir con las pesadillas nocturnas, los sueños terribles, mis pesadillas encarceladas como si mi alma fuera un penitenciario con una multitud gritando a todo pulmón por su libertad, mis terrores íntimos, mis ganas y mis sueños, como si hubiese asesinado a alguien hace unos días.

El calor femenino se convierte en pastillas antidepresivas, en inyecciones efectivas, la terapia perfecta para enfrentar los huracanes rebeldes, pero conmigo todo es angustia, melancolía, caminar a mi lado es no volver de un acto suicida, sin miedo a morir.

A veces quiero callar y vivir del silencio, pero tanto silencio se convierte en ruido lentamente cuando sientes que no oyes ni te oye más nadie y vamos alcanzando la invisibilidad como si se tratase de un juego de autodestrucción. No saben cómo enfrentarse a uno mismo puede ser tal letal, una sobredosis que no te mata, sino consume destrozando cada pensamiento convirtiéndonos en una gota de lluvia sobre la tierra, solemos ser alguna vez una gota de negro sobre el blanco, un remolino de mar o una taza de té abandonada.

Pase este verano soñando en las cosas que podrían ser posibles, a fin de toda jornada me di cuenta que no había movido ni un solo dedo para mover la ficha, solo veía como todo ocurría en medio de una cruzada improvisa, pidiéndole a ella que me abrase y me lleve hacia la puerta de salida, al final, quizá sea una luz o una oscuridad y si se tratase de encontrarse conmigo mismo, que me escondiese bajo su sombra y me perdone si la hice enojar alguna vez, hoy se cae la rama de un árbol y en ella semillas que sembrarán un nuevo aviso.
 
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